La noche del 30 de diciembre de 2004 comenzó como cualquier otra en el local República Cromañón, pero pronto se transformaría en una de las tragedias más recordadas de la historia argentina. A las 22:50, la banda Callejeros iniciaba su tercer concierto consecutivo en ese lugar, despidiendo el año con una multitud de más de 3.500 personas. La atmósfera era eufórica: música en vivo, luces y una energía desbordante. Nadie imaginaba que, en cuestión de minutos, esa celebración terminaría en un infierno.
La noche abrió con “Distinto”, uno de los temas del álbum más reciente de la banda. Atrás del escenario, una enorme bandera ilustraba la portada del disco. Mientras el público saltaba y coreaba las canciones, alguien, un joven cuya identidad nunca se conocerá, encendió una bengala. Esa acción desataría el caos. La candela voló hacia el techo, alcanzando una media sombra inflamable. Las llamas comenzaron a expandirse rápidamente, iluminando el lugar y rasgando el techo como si fuera papel. De repente, lo que había sido una noche de alegría se convirtió en una pesadilla.
El fuego avanzó sin control mientras la multitud intentaba reaccionar. La música se detuvo y los integrantes de Callejeros notaron la gravedad de la situación. Algunos huyeron por la parte trasera del escenario, otros buscaban a sus familiares entre el caos. Abajo, la gente comenzó a correr desesperada hacia las salidas, pero el lugar estaba saturado. La luz se cortó, dejando el espacio en una oscuridad aterradora. Gritos, llantos y golpes eran lo único audible en ese infierno de humo negro y tóxico, que sellaba pulmones y ahogaba a los presentes.
Las salidas de emergencia, que podrían haber salvado vidas, estaban cerradas con candados y aseguradas con alambres. Una pequeña brecha permitía el paso de un delgado hilo de luz, pero era insuficiente para evacuar a la multitud. En la planta alta, los asistentes del área vip estaban atrapados. Algunos intentaron lanzarse desde más de cuatro metros de altura, buscando cualquier oportunidad de escapar. Mientras tanto, los matafuegos resultaron ser inútiles: muchos no funcionaban.
El incendio fue reportado al cuartel de bomberos más cercano, quienes acudieron inicialmente creyendo que se trataba de un incidente menor. Sin embargo, al llegar a Bartolomé Mitre, se encontraron con una escena desgarradora. Cientos de jóvenes escapaban del local, algunos sin poder respirar, otros descalzos y cubiertos de hollín. La vereda estaba llena de cuerpos, vivos y muertos, mientras el humo negro seguía saliendo del edificio.
Los bomberos trabajaron incansablemente para abrir las puertas cerradas. Finalmente, lograron forzar una de las salidas principales, pero la estampida humana causó que muchos cayeran al suelo, siendo pisoteados por quienes aún podían correr. Adentro, otros luchaban por sobrevivir, cargando a heridos en busca de un respiro en la calle. Afuera, la escena era igual de caótica: ambulancias, autos particulares y vecinos intentaban ayudar a las víctimas. Muchos padres llegaban desesperados, buscando a sus hijos entre los sobrevivientes y los cuerpos sin vida.
El desastre colapsó los sistemas de emergencia de la ciudad. Los heridos fueron trasladados a 24 hospitales públicos y 11 clínicas privadas. En algunos centros médicos se publicaron listas de víctimas y sobrevivientes, un recordatorio brutal de la magnitud de la tragedia. Con el paso de los días, algunos nombres que inicialmente aparecían como sobrevivientes se trasladaron a la lista de fallecidos, aumentando la desesperación de las familias.
Mientras tanto, los medios transmitían las primeras imágenes del desastre, desatando la indignación pública. La figura de Omar Chabán, el dueño del local, también se convirtió en un centro de controversia. Chabán vagaba por los alrededores, incapaz de reaccionar, quizá reviviendo todas las negligencias y coimas que habían permitido que Cromañón operara en esas condiciones.
La tragedia de Cromañón no sólo marcó el fin de un año, sino también un antes y un después en la historia del país. Las imágenes de esa noche, de jóvenes cargando a otros, de familiares buscando desesperados y de cuerpos alineados en las calles, siguen siendo un recordatorio doloroso de cómo la negligencia y la codicia pueden desencadenar el horror.